Y Jehová va delante de ti; él estará contigo, no te dejará, ni te desamparará; no temas ni te intimides. Deuteronomio 31:8
Es fácil imaginar cómo debió sentirse Moisés al recibir la misión que Dios le encomendó: presentarse ante el faraón para exigirle la liberación de todos los israelitas y luego liderar a más de dos millones de personas fuera del único hogar que conocían hacia una tierra desconocida. Sin duda, una tarea colosal, tal como suele ser el ministerio al que Dios llama a cada creyente. Sin embargo, esa inmensidad es parte del propósito divino: Dios quiere que cada uno dependa completamente de Él para cumplir la obra. Si fuese posible llevar a cabo el llamado divino con recursos y fuerzas propias, rápidamente se perdería el sentido de dependencia y comunión con el Señor.
Moisés no logró la liberación por su capacidad; simplemente obedeció. No fue él quien ablandó el corazón del faraón, ni quien abrió el Mar Rojo, ni quien proveyó agua o maná en el desierto. Fue el Señor quien lo hizo todo. Moisés fue solo un siervo dispuesto a confiar y seguir instrucciones.
Y así sigue siendo hoy. El creyente puede plantar la semilla del evangelio, pero solo Dios la hace crecer. Puede extender ayuda y consuelo, pero es el Señor quien sana y transforma. Por eso, cuando Dios llama, no se espera que la persona tenga todas las respuestas, sino que dé el siguiente paso con fe, confiando en que Dios hará Su parte con poder y fidelidad.
Señor, gracias por ir delante de cada uno de tus hijos en el camino que has trazado. Que cada creyente recuerde que no depende de sus fuerzas, sino de tu presencia constante y de tu poder. Cuando la tarea parezca inmensa, que no se desalienten, sino que confíen plenamente en ti, obedeciendo tu voz con humildad. Tú eres fiel para cumplir lo que has prometido. En el nombre de Jesús, Amén.
