Andad sabiamente para con los de afuera, redimiendo el tiempo. Sea vuestra palabra siempre con gracia, sazonada con sal, para que sepáis cómo debéis responder a cada uno. (Colosenses 4:5-6)
El Señor Jesús se apartaba a menudo para pasar momentos de quietud con su Padre. Si el Hijo de Dios necesitaba tiempo para la oración, entonces seguramente nosotros tampoco podemos vivir sin ella. Ayer vimos que quienes “lo hacen solos” se cansan por llevar cargas innecesarias. Ahora veamos los resultados de llevar ese peso extra a lo largo de la vida.
Cuando estamos agotados espiritual, emocional o físicamente, somos susceptibles al desánimo. La pérdida de confianza es seguida pronto por la duda. Un creyente inmerso en la oración y la lectura de las Sagradas Escrituras encontrará seguridad en el poder y la presencia de Dios. A Josué se le exhortó a meditar en la Ley, porque su éxito dependía de obedecer la voluntad del Padre celestial (Jos 1.8, 9). Mantener al Señor en el centro de nuestra atención, junto con la lectura diaria de la Biblia y la oración, genera confianza. Pero alguien que cuestiona la fidelidad de Dios buscará refugio en todas partes, menos en esas disciplinas.
Si bien, dejar de orar nos hace hundirnos, el daño puede revertirse en cualquier momento. Es simple: confiese al Señor que ha dejado de orar, y luego haga de pasar tiempo cada día con Él una prioridad. En esos momentos de comunión, Él aligerará sus cargas, le animará y llenará de confianza.
Señor, disipa las dudas de mi corazón cuando la adversidad o las dificultades de la vida me hagan alejarme de Ti. Que en todo tiempo, confíe en Tu poder y en Tu amor que no cambian y que no fallan, sabiendo con total certeza, que Tu sostendrás mis cargas y me devolverás la paz y la tranquilidad que deseas para cada uno de Tus hijos. En El Nombre de Jesús, Amén.