Oye, hijo mío, la instrucción de tu padre, Y no desprecies la dirección de tu madre. (Proverbios 1:8)
La autoridad y la sabiduría de las enseñanzas de Jesús asombraron a los judíos de su tiempo. Sus milagros de curación y de control sobre las fuerzas de la naturaleza dejaron atónitos, por igual a discípulos y demás espectadores. Pero no hubo nada que asombrara más a Su audiencia que su constante referencia a Dios como “Padre”. ¿Cómo podía alguien pretender tal intimidad con el Señor?
Sin embargo, Jesús quería que comprendiéramos un aspecto importante de la vida que Él nos ofrece. Ser cristianos significa que disfrutamos de una relación familiar especial y eterna con el Creador de todo lo que existe. Aunque una vez estuvimos alejados de Dios por el pecado, cuando aceptamos a Cristo como Salvador, somos adoptados en Su casa y habitados por el Espíritu Santo para que podamos interactuar con nuestro Padre celestial.
En lugar de ser distante, inapelable o impersonal, El Señor, cómo Padre misericordioso, trabaja para tener una relación contigo, una en la que puedas experimentar crecimiento, curación, amor incondicional y aceptación total. Cuando oras, tu Padre te escucha y se complace en darte buenos dones (St 1,17). Su objetivo es conducirte a una vida productiva y llena de sentido, y liberarte de preocupaciones que te distraigan y de miedos que te agoten (Mateo 6:24-34). Y cuando pecas o cometes errores, Él te disciplina para tu bien, para que puedas ser libre (Hebreos 12:7-11).
Eres hijo del Dios vivo y tienes a un Padre celestial que es completamente digno de confianza, sabio y capaz de guiarte. Así que no dudes de Él si las cosas se ponen difíciles. Acepta que tu Padre celestial te está enseñando valiosas lecciones que, en última instancia, te ayudarán a alcanzar todo tu potencial.
Señor, gracias por el asombroso privilegio de permitir conocerte como mi Padre. Te alabo por haberme creado como Tuyo. En El Nombre de Jesús, Amén.