Y cuando comenzaron a entonar cantos de alabanza, Jehová puso contra los hijos de Amón, de Moab y del monte de Seir las emboscadas de ellos mismos que venían contra Judá, y se mataron los unos a los otros. (2 Crónicas 20:22)
Hay un poder liberador en alabar a Dios que trasciende lo natural y desata lo sobrenatural. Cuando el pueblo de Judá enfrentaba una amenaza abrumadora, no fueron los arqueros ni los guerreros los primeros en avanzar… fueron los cantores. Al son de voces que proclamaban: «Glorificad a Jehová, porque su misericordia es para siempre» (v. 21), los enemigos se confundieron y acabaron destruyéndose entre ellos.
¿No es todo ello una asombrosa muestra de cómo actúa nuestro Dios? Él pelea por nosotros mientras nosotros lo exaltamos. La alabanza no niega la batalla, pero sí cambia nuestro enfoque: apartamos los ojos del miedo y los fijamos en Aquel que tiene el control. Y cuando lo hacemos, algo ocurre: nuestra alma se aquieta, el temor retrocede, y el cielo interviene.
Por eso, cuando el peso sea demasiado grande, cuando las lágrimas sean silenciosas, cuando el enemigo parezca cerca, eleva una canción. Confiesa en voz alta quién es Dios, recita sus promesas, y deja que la adoración te recuerde quién va al frente. Alaba no por lo que ves, sino por lo que crees.
Señor, hoy decido alabarte en medio de mis batallas. Aunque no entienda lo que ocurre a mi alrededor, sé que Tú eres fiel y poderoso. Gracias porque en medio de la adoración, Tu presencia me envuelve, Tu paz me sostiene y Tu poder obra en mi favor. Te exalto por encima de toda dificultad, y proclamo que Tú eres mi refugio, mi fuerza y mi victoria. Ayúdame a levantar mi voz incluso en la oscuridad, sabiendo que Tú eres digno de alabanza. En el nombre de Jesús, Amén.