Porque el que en esto sirve a Cristo, agrada a Dios, y es aprobado por los hombres. (Romanos 14:18)
Hay momentos en la vida cristiana en los que todo parece estancarse. La oración se vuelve monótona, la lectura bíblica parece no tocar el corazón, y la presencia de Dios se percibe lejana. En esos períodos secos del alma, uno de los caminos más efectivos para revitalizar el espíritu es cambiar la mirada hacia afuera, hacia los demás.
Servir es más que una tarea; es una forma de alinear nuestro corazón con el de Cristo. Cuando elegimos cuidar a otro, ayudar a quien lo necesita o simplemente estar disponibles con amor, nos alejamos de nuestras propias cargas y nos sumergimos en el propósito eterno del Reino. Cada pequeño acto de bondad—ya sea ayudar en casa, animar a una amiga, o colaborar en la comunidad—se convierte en una ofrenda viva que agrada al Señor.
El servicio desinteresado nos enseña a vivir como lo hizo Jesús: poniendo las necesidades de los demás por encima de las nuestras. Y, sorprendentemente, mientras levantamos a otros, nuestro propio espíritu se fortalece. Dios se complace cuando servimos con un corazón sincero. Y en ese acto humilde, descubrimos gozo renovado, dirección fresca y la dulzura de estar exactamente donde Él nos quiere.
Padre Celestial, gracias por llamarme a servir en Tu nombre. Cuando mi corazón se enfríe o me sienta distraído por mis propios problemas, recuérdame que el servicio es una manera poderosa de acercarme a Ti. Muéstrame hoy dónde puedo ofrecer mi tiempo, mi compasión y mis dones. Haz que mi servicio refleje Tu amor, y que a través de cada acto, mi alma encuentre gozo en agradarte. En el nombre de Jesús, Amén.