“No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dé. Esto os mando: Que os améis unos a otros” (Juan 15:16-17)
Todos conocemos bien lo que es la aceptación y el rechazo. Cuando intentaste pertenecer a un grupo en la escuela, cuando aplicaste para un trabajo o cuando participaste en un concurso en el que demostraras alguno de tus talentos. Al ser humano en cualquier momento de su vida lo pueden acompañar los pensamientos: ¿Soy lo suficientemente bueno? ¿Tengo lo que se necesita? ¿Seré elegido? Nuestra cultura tiende a dividir de forma casi recurrente a las personas en dos grupos: los que triunfan y los que fracasan.
Con Dios es diferente. Mientras el mundo nos invita a trabajar por ser elegidos, El Señor nos dice “yo os elegí a vosotros”. Como nos recuerda el salmista: “Porque tú formaste mis entrañas; Tú me hiciste en el vientre de mi madre” (Salmos 139:13) No se trata de alguna competencia o elección de popularidad o habilidad, tampoco de una lista de espera, o algún comité juzgando tu accionar o evaluándote. Se trata de Dios conociéndote, cambiándote, trabajando en ti y aceptándote en tus imperfecciones. Se trata de Él haciendo de ti, su elección para siempre.
Señor, gracias por conocerme, cambiarme y fortalecer mi carácter y mi fe cada día. Has elegido amarme y guiarme sin condiciones para siempre. Quiero ser digno de esa elección compartiendo ese amor con mis acciones y palabras a todos los que me rodean. En Tí puedo lograrlo. En El Nombre de Jesús, Amén.