Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad, Y en cuyo espíritu no hay engaño. (Salmo 32:2)
En el Salmo 32, David reflexiona sobre las bendiciones del perdón. Tras sus graves pecados de adulterio y asesinato, David se confiesa finalmente a Dios y recibe la gracia. Había llevado la pesada carga de la culpa hasta que fue movido por el arrepentimiento. Pero ¡qué alivio encontró David cuando dejo aquellas cargas del pecado en las manos de el Señor!
David declara: “Dichoso aquel cuyas transgresiones son perdonadas, cuyos pecados son cubiertos”. Había experimentado en carne propia la miseria del pecado no confesado y la alegría del perdón de Dios. Hay ligereza en saber que nuestros pecados son desechados y enterrados en lo más profundo del mar por un Dios que no lleva un registro de nuestras ofensas pues su amor es infinto e incondicional. David aprendió que fingir que el pecado no existía no hacía que desapareciera, sino que por el contrario hacía más pesada la carga. Por ello, admitir libremente nuestros fallos permite que el perdón de Dios nos transforme y nos convierta en criatura nueva.
Señor, cuánto te agradezco la promesa que me entregas en 1 Juan 1:9 de que si confieso mis pecados, tú eres fiel y justo para perdonarme y limpiarme de toda maldad e iniquidad. No quiero cargar con culpas pesadas que me agobian, me roben la paz y quiebren mi relación contigo. Dame una conciencia sensible que confiese prontamente mis errores. Cubre mis pecados con la sangre de Cristo para que camine en la libertad del perdón que ofreces a los que con arrepentimiento se acercan a Ti. Aunque permanezcan las consecuencias de aquello que hice, quita la vergüenza y el remordimiento y renueva mi espíritu. Elimina la mancha del pecado de mi vida, para que pueda dar honor a tu nombre. En El Nombre de Jesús, Amén.