Y vino una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo amado; a él oíd. (Lucas 9:35)
Jesús llevó a Pedro, a Juan y a Jacobo a un monte alto para orar, y allí ocurrió algo que transformaría para siempre su percepción del Maestro. De pronto, su rostro se transfiguró y resplandeció como el sol, y sus vestiduras se volvieron blancas y resplandecientes. En medio de esa gloria inigualable, Moisés y Elías aparecieron, hablando con Él. Pero la escena culminó con una voz desde el cielo, la del Padre celestial, que proclamó: «Este es mi Hijo amado; a él oíd.»
Los discípulos cayeron sobre sus rostros, abrumados por la majestad de la presencia divina. Pedro, en su impulso humano, quiso construir enramadas para honrar la experiencia, pero el mensaje de Dios fue claro: más que hacer, debían aprender a escuchar.
Este mandato es también para nosotros. Con frecuencia, nos enfocamos en nuestras acciones, en lo que creemos que debemos hacer para agradar a Dios. Pero antes de actuar, el Señor nos invita a postrarnos en reverencia y afinar el oído del alma. Escuchar a Jesús es el acto más elevado de adoración, porque implica reconocer Su autoridad absoluta sobre nuestras vidas.
Cristo no es solamente el siervo sufriente; Él es el Rey glorioso, exaltado sobre todo nombre. Verle como realmente es —el Hijo de Dios, digno de adoración y obediencia— transforma nuestra manera de vivir. Hoy, antes de hablar, de decidir, de avanzar… escucha. Él sigue hablando.
Señor, abre mis oídos espirituales para escuchar la voz de Tu Hijo amado. Ayúdame a reconocer a Jesús no solo como Maestro, sino como Rey glorioso, digno de obediencia total. Que cada decisión que tome esté guiada por Tu Palabra y que mi vida entera refleje que he oído y obedecido al Hijo. Te rindo mi voluntad, mis planes y mis caminos. A Ti sea toda la gloria, por siempre. En el nombre de Jesús, Amén.
