Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos. (Salmo 119:71)
Las pruebas que enfrentamos en la vida son, muchas veces, como una cirugía del alma. Sabemos que hay algo en nosotros que necesita ser tratado, algo que no podemos ignorar más. Aunque confiamos en el Médico divino, eso no quita el dolor del procedimiento. Aun así, nos sometemos porque entendemos que el resultado traerá sanidad.
La aflicción, aunque no la deseamos, es una herramienta en las manos sabias de Dios. Él no hiere por herir, sino para sanar lo más profundo de nuestro ser: actitudes, dependencias, orgullos, heridas viejas que necesitamos entregar. La adversidad no es un castigo sin sentido, sino una escuela sagrada donde aprendemos los estatutos del Señor y somos refinados como el oro.
Quizá te resulte difícil aceptar esta verdad en medio de tu dolor. Pero si Dios no usara la aflicción para formarnos, ¿quién o qué tendría el poder de moldearnos con tal precisión? Él no actúa según nuestros deseos, sino según su infinita sabiduría. Por eso, cuando eliges ver tu sufrimiento a través de los ojos del Padre, comienzas a comprender que incluso las lágrimas tienen propósito.
Él no desperdicia ni una herida. Cada dolor puede volverse un peldaño hacia una vida más plena, más parecida a la de Cristo.
Señor, gracias por no soltarme incluso cuando atravieso momentos de dolor. Ayúdame a entender que la aflicción, aunque difícil, es una herramienta de Tu amor para transformarme. Enséñame a confiar en Tu propósito y a aceptar Tu formación con humildad. Refina mi carácter, sana mis áreas quebrantadas, y hazme más semejante a Jesús. Que en cada prueba encuentre la oportunidad de crecer, y que mi alma aprenda a depender más de Ti. En el nombre de Jesús, Amén.