En sus días será salvo Judá, e Israel habitará confiado; y este será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia nuestra. Jeremías 23:6
Muchas personas están dispuestas a decir: “El Señor nuestro libertador.”
Cuando el barco comienza a hundirse, aun los incrédulos claman a Dios buscando ayuda. Otros prefieren decir: “El Señor nuestro protector.” Ven a Dios como un guardián celestial que los libra de accidentes o enfermedades.
Algunos pocos —quizá los más conscientes de la eternidad— se atreven a decir: “El Señor nuestro juez.” Reconocen que el universo entero deberá rendir cuentas a su Creador.
Pero hay un paso más profundo, más personal y más difícil: decir de corazón “El Señor, nuestra justicia.”
Esto significa que no buscamos a Dios solo cuando las circunstancias escapan a nuestro control —cuando el peligro, la enfermedad o la muerte se acercan—, sino también en aquello que creemos dominar: nosotros mismos.
Aceptar a Dios como nuestra justicia implica renunciar a toda pretensión de ser justos por mérito propio. Es dejar atrás el orgullo, las excusas y la racionalización que usamos para justificar nuestras acciones. Porque, si somos honestos, todos tendemos a compararnos con otros y pensar: “Soy mejor que muchos.”
Por eso, decir “El Señor, justicia nuestra” requiere humildad profunda.
El pensador francés Jean-Jacques Rousseau escribió con franqueza sobre sus faltas y debilidades. Pero, incluso al confesarlas, trató de explicarlas: las circunstancias lo habían llevado a actuar así, y sus intenciones siempre habían sido buenas. Al final, el mensaje que deja es que, a pesar de sus errores, era “uno de los mejores hombres”.
Jesús contó una historia muy distinta:
“Dos hombres subieron al templo a orar; uno era fariseo, y el otro publicano. El fariseo, puesto en pie, oraba consigo mismo de esta manera: Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres… Pero el publicano, estando lejos, no quería ni aun alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: Dios, sé propicio a mí, pecador. Os digo que este descendió a su casa justificado antes que el otro; porque cualquiera que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.” (Lucas 18:10–14)
Solo cuando contemplamos la pureza y la hermosura del carácter de Jesús, cuando entendemos lo que Él hizo por nosotros en la cruz, podemos decir con plena sinceridad:
“El Señor es mi justicia.”
Señor, hoy quiero despojarme de mis vestiduras de justicia propia. Reconozco que soy indigno de presentarme ante ti. Pongo mi confianza en “Jehová, justicia nuestra.” Acéptame, perdóname y transforma mi corazón. Te lo pido, En El Nombre de Jesús, Amén.