Mi pecado te declaré, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones a Jehová; y tú perdonaste la maldad de mi pecado. Salmo 32:5
Desde el jardín del Edén, la humanidad ha tenido la tendencia de esconderse de Dios tras cometer un error. Adán y Eva lo hicieron, y nosotros también lo hacemos cuando fallamos. Pensamos que, si lo ocultamos bien, quizás no sea tan grave. Pero Dios no quiere que vivamos en la sombra del remordimiento. Él anhela que seamos libres.
Las primeras iglesias tampoco fueron perfectas. Los gálatas necesitaban aprender a vivir por el Espíritu, no por reglas humanas. Los corintios batallaban con inmoralidad. Los tesalonicenses estaban confundidos sobre el regreso de Cristo. Cada comunidad de fe tenía sus luchas, pero todas ellas crecieron cuando decidieron traer sus errores a la luz del Señor.
Así también, nosotros solo sanamos cuando reconocemos delante de Dios lo que nos está lastimando, estorbando o desviando. No hay liberación sin confesión. No hay restauración sin sinceridad. Y, lo más hermoso, es que el corazón de Dios no es de castigo, sino de perdón.
Él no te pide perfección. Te pide honestidad. Cuando te acercas con un corazón sincero, Él no te rechaza. Te limpia, te abraza, y te restaura con Su amor. Así que no te escondas más. Lleva todo a Sus pies y déjalo allí.
Señor, gracias por invitarme a la sinceridad. Hoy vengo ante Ti tal como soy, sin máscaras ni excusas. Te presento mis debilidades, mis caídas, y todo aquello que he intentado ocultar. Gracias porque no me rechazas, sino que me perdonas con ternura. Ayúdame a no callar lo que me duele, sino a confiar en que Tu gracia es mayor que mi pecado. Llévame a una vida más libre, madura y limpia delante de Ti. En el nombre de Jesús, Amén.
