Comparte conmigo las aflicciones por el evangelio según el poder de Dios, quien nos salvó y llamó con llamamiento santo. (2 Timoteo 1:8-9)
El apóstol Pablo no hablaba del sufrimiento desde la teoría, sino desde la experiencia. Cargaba en su cuerpo las cicatrices de azotes injustos y en su alma el peso del abandono, del desprecio y del encierro prolongado por causa del Evangelio. Sin embargo, en medio de esa aparente oscuridad, brotó luz. Desde las frías paredes de una prisión, el Espíritu Santo inspiró muchas de las epístolas que hoy nos fortalecen.
Pablo nunca vio sus sufrimientos como una derrota, sino como una oportunidad para que la gloria de Cristo brillara más en su debilidad. Por eso pudo escribir: «Prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús» (Filipenses 3:14). Su dolor fue la plataforma para su misión. Su entrega fue el testimonio más poderoso.
Así también, cada cicatriz que llevas puede ser transformada por Dios en instrumento de gracia. No importa cuán honda sea la herida: Él puede usarla para formar en ti el carácter de Cristo, para forjar una fe inquebrantable, y para convertirte en una fuente de consuelo para los que sufren.
Por eso, no te detengas. No temas las pruebas. Comparte las aflicciones del Evangelio según el poder de Dios. Sigue adelante. Confía. Y un día, al ver el rostro de tu Salvador, descubrirás que tus cicatrices fueron las huellas del cielo en tu alma.
Señor, gracias por fortalecerme en cada tribulación. Ayúdame a ver mis luchas no como obstáculos, sino como herramientas que Tú usas para formar en mí Tu carácter. Que, como Pablo, pueda seguir adelante con fe, sabiendo que estás obrando incluso en mis momentos más difíciles. Úsame para consolar, animar y edificar a otros con la misma consolación que recibo de Ti. Que mi vida refleje Tu poder, y que cada cicatriz cuente la historia de Tu fidelidad. En el nombre de Jesús, Amén.