Pues tengo por cierto que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que en nosotros ha de manifestarse. (Romanos 8:18)
El sufrimiento, cuando se prolonga o llega sin explicación, puede sentirse como una prisión silenciosa. Nos deja vulnerables, aisladas, y con el corazón lleno de preguntas. “¿Por qué esto? ¿Por qué a mí?” A veces ni las palabras más sinceras de consuelo logran penetrar el dolor. Sin embargo, la Palabra de Dios nos ofrece una verdad transformadora: nuestras aflicciones presentes, por más intensas que sean, no se comparan con la gloria que Él ha prometido revelar.
Dios no ignora tu dolor. Él lo conoce con detalle, lo siente contigo, y camina a tu lado en medio de cada valle. Pero va más allá: Él utiliza cada lágrima, cada momento oscuro, como parte del proceso de formación espiritual. Cada prueba es una herramienta en Sus manos para moldearte a la imagen de Cristo, para fortalecer tu fe, y para preparar en ti un peso eterno de gloria.
Lo que ahora parece insoportable no es en vano. En las manos del Padre, el sufrimiento se transforma en semilla de redención, en puente hacia una esperanza que no se desvanece. La gloria que viene no solo compensa el dolor: lo sobrepasa infinitamente. Es un futuro asegurado por Su fidelidad, lleno de luz, restauración y plenitud.
Padre celestial, reconozco que muchas veces el dolor nubla mi visión y debilita mi fe. Pero hoy escojo confiar en Ti. Sé que estás conmigo en medio del quebranto y que no hay prueba que escapes a Tu propósito eterno. Moldea mi carácter, fortaléceme en medio del sufrimiento, y ayúdame a mirar más allá del presente con los ojos puestos en la gloria venidera. Gracias por usar incluso mi dolor para bien. En el nombre de Jesús, Amén.
