Levantándose muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto, y allí oraba. Marcos 1:35
Jesús, el Hijo de Dios, no comenzó su día con multitudes, ni con milagros, ni con enseñanzas. Comenzó en oración, en comunión íntima con el Padre. Se levantaba muy temprano, cuando aún estaba oscuro, y buscaba un lugar desierto: no por aislamiento, sino por conexión. En el silencio de la madrugada, sin distracciones ni voces ajenas, Jesús derramaba su alma delante del Padre, fortaleciendo su espíritu para todo lo que vendría.
Este versículo no sólo narra un hábito devocional, sino que revela una prioridad celestial. Si el mismo Cristo necesitaba apartarse para orar, ¿cuánto más tú y yo? La verdadera intimidad con Dios no nace de la prisa ni del ruido, sino de la búsqueda intencional, del deseo sincero de estar a solas con Él.
Cuando seguimos este ejemplo, algo profundo sucede en nuestro interior. Nuestro corazón se aquieta. Nuestras cargas se alivian. Nuestra visión se aclara. En esos momentos de comunión silenciosa, no solo hablamos: escuchamos. No solo pedimos: recibimos. Porque en la presencia del Padre, cada necesidad encuentra respuesta, cada herida encuentra consuelo, y cada alma cansada encuentra renovación.
Padre Celestial, gracias por darme el privilegio de estar a solas contigo. Enséñame a buscarte como lo hizo Jesús, con determinación y anhelo. Ayúdame a hacer espacio para Ti en medio del ruido de mi rutina, sabiendo que en Tu presencia hallaré paz, dirección y fortaleza. Haz que mi corazón se deleite en cada encuentro contigo y que cada día comience y termine en comunión contigo. En el nombre de Jesús, Amén.