Mas sus criados se le acercaron y le hablaron, diciendo: Padre mío, si el profeta te mandara alguna gran cosa, ¿no la harías? ¿Cuánto más, diciéndote: Lávate, y serás limpio? (2 Reyes 5:13)
Naamán era un hombre de gran prestigio: comandante del ejército sirio, respetado, poderoso… pero también era un hombre marcado por una dolorosa realidad: la lepra. Desesperado por encontrar sanidad, emprendió un viaje hacia Israel buscando la ayuda del profeta Eliseo. Sin embargo, lo que encontró no fue un espectáculo milagroso, sino una simple y humilde instrucción: «Ve y lávate siete veces en el río Jordán».
Herido en su orgullo, Naamán se indignó. ¿Cómo podía una tarea tan sencilla traerle la sanidad que tanto ansiaba? Se resistió, pensando que su condición merecía algo más grandioso, más digno de su estatus. Fue entonces cuando sus siervos, con sabiduría y cariño, le recordaron que a veces el milagro de Dios se esconde en los actos más humildes de obediencia. Finalmente, al rendirse y sumergirse en las aguas del Jordán, Naamán fue sanado completamente.
¿Cuántas veces nosotros también ignoramos las pequeñas cosas que Dios nos pide? Tal vez una oración silenciosa, un acto de bondad sencillo, un paso de fe que parece insignificante. Y, sin embargo, es en esos pequeños actos donde Dios demuestra su poder y transforma nuestras vidas. Cuando dejamos de lado el orgullo y elegimos la obediencia humilde, abrimos el camino para que Su gloria se manifieste.
Padre Celestial, perdóname por las veces que he despreciado las pequeñas instrucciones que Tú has puesto ante mí. Dame un corazón humilde para obedecer, aun cuando el camino parezca sencillo o insignificante. Ayúdame a confiar en que Tu poder se manifiesta en la sencillez y que ningún acto de obediencia pasa desapercibido ante Ti. Enséñame a escuchar Tu voz con fe y a actuar con prontitud, sabiendo que Tú siempre obras maravillas a través de la humildad. En el nombre de Jesús, Amén.