Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Gálatas 5:16
CUANDO ANDEMOS en el espíritu seremos guiados por Él. En las primeras etapas de la vida somos propensos a ser testarudos e impulsivos, como Moisés cuando derribó al egipcio. Pero a medida que crecemos en la experiencia cristiana, esperamos la dirección del Espíritu, que nos mueve por su sugestión, imprimiendo en nosotros su voluntad, obrando dentro de nosotros lo que después realizamos en carácter y obra. No vamos delante, sino detrás. Somos guiados por el Espíritu.
El hombre o la mujer que camina en el Espíritu no desea satisfacer los deseos de la carne. El deseo de la gratificación del apetito natural puede estar latente en el alma, y puede destellar a través de los pensamientos, pero él no lo cumple. El deseo no puede ser impedido, pero su realización puede ser ciertamente retenida.
Cuando andamos en el Espíritu, Él produce en nosotros el fruto de un carácter santo. El contraste entre las obras de la carne -es decir, la vida egoísta- y el fruto del Espíritu, que es el producto natural de Su influencia, es muy marcado. En las obras hay esfuerzo, el estrépito de la maquinaria, el ruido ensordecedor de la fábrica. Pero el fruto se encuentra en el proceso tranquilo, quieto y regular de la Naturaleza, que siempre está produciendo en su laboratorio secreto los bondadosos frutos de la tierra. ¡Qué silencioso es todo! No hay voz ni lenguaje. Es casi imposible darse cuenta de lo que está ocurriendo en un largo día de sol de verano. El crecimiento del otoño llega con pasos silenciosos. Lo mismo sucede con el alma que camina diariamente en el Espíritu.
Probablemente no haya experiencias sorprendentes, ni transiciones marcadas, ni nada especial que anotar en el diario de aquel que experimenta la presencia del Señor a través de Su espíritu, pero cada año los que viven en estrecha proximidad son testigos de la maduración de una riqueza de frutos en la manifestación del amor, la alegría, la paz, la longanimidad, la mansedumbre, la bondad, la fe, la mansedumbre, el dominio de sí.
Señor misericordioso. Que tu Espíritu Santo me mantenga siempre caminando a la luz de tu rostro. Que Él llene mi corazón con el sentido de tu cercanía y amorosa comunión. Ordena mis pasos en Tu camino, y camina conmigo, para que pueda hacer lo que Te agrada. En El Nombre de Jesús, Amén.