Escucha:
“Unánimes entre vosotros, no altivos, sino asociándoos con los humildes. No seáis sabios en vuestra propia opinión” (Romanos 12:16)
Piensa:
Uno de las lecciones que mis padres siempre me enseñaron fue la importancia de la humildad como uno de los valores principales que más nos acercan al Señor. Tenían para nosotros una frase importante: “Un hombre campesino humilde que sirve a Dios y lo ama será mejor que el intelectual orgulloso que descuida su alma y se goza en sus propios conocimientos”.
Y es que la verdadera humildad comienza en el corazón, desde donde los sentimientos más sinceros del ser humano, nacen. Ella siempre apoyada en dos actitudes. La primera, el reconocimiento de la autoridad máxima por la que conducimos nuestras vidas, Dios, tomando en cuenta que algunas veces nuestro orgullo se resiste al derecho del Señor de tener la última palabra en nuestras vidas. Justo como cuando Moisés tuvo palabras de disciplina sobre el faraón que en medio de su soberbia se negaba a cooperar en los planes del Señor: “¿Hasta cuándo no querrás humillarte delante de mí?” (Éxodo 10:3).
La segunda, es reconocer que aquello que somos es resultado de la gracias y bondad del Señor en nosotros, como su creación, y no fruto de nuestras maquinaciones, habilidades o intelecto. Se trata de reconocer que Dios nos guía y a través de esa guía, hallamos el camino hacia nuestras victorias.
Una de las cosas que me han ayudado a cultivar la humildad en mi vida, es reconocer todas las cosas en la cuales tengo debilidades, admitiendo que para superarlas, requiero de la fuerza del Señor. Esto me humilla ante Él y en ese proceso descubro que sin su presencia y compañía en mi vida, no podría continuar a pesar de lo que poseo o de lo que se.
Aprendamos entonces lo que nos enseña la palabra del Señor: la posición, la riqueza, la salud, los bienes, y las capacidades son en última instancia, regalos de Dios. La humildad da el crédito donde hay que reconocerlo.
Ora:
Señor, Gracias por permitirme aprender de ti, la genuina y verdadera humildad. Concédeme cada día la sabiduría para reconocer mis errores y en ellos admitir que aquello que he ganado y aprendido, lo tengo y se por tu amor y misericordia, que nunca me abandonan. Amén.