Escucha:
“En seguida predicaba a Cristo en las sinagogas, diciendo que éste era el Hijo de Dios. Y todos los que le oían estaban atónitos, y decían: ¿No es éste el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?” (Hechos 9:20-21)
Piensa:
Uno de los maravillosos poderes de Dios, del que he sido testigo y destinatario es la transformación. En El Señor, sin importar como haya sido nuestro carácter o las acciones que hayamos llevado a cabo, siempre podremos encontrar en su amor, la paz y el regocijo para borrar aquellas huellas que marcaron nuestra vida con la decepción y la angustia.
Prueba de ello es la conversión del apóstol Pablo, quien antes de dedicar su vida a Dios, fue uno de los más férreos perseguidores de cristianos. De allí cuando empezó a predicar que Jesús era el hijo de Dios, fue recibido con escepticismo y temor por aquellos que comentaban: “¿No es éste el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes?”
Ante aquel ambiente de desconfianza generalizada y poca credulidad, Pablo pudo haberse derrumbado en su voluntad de cambio. No obstante, la gran consciencia que tenía sobre sus errores en el pasado, le permitieron reconocer que todo aquello había sido una prueba superada en la misericordia de Dios: “habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús” (1 Timoteo 1:13)
De la misma manera en que el apóstol Pablo asumió el peso de su pasado y lo convirtió en motivación para unirse al llamado del Señor; así debemos nosotros percibir nuestras caídas o fracasos.
Si fuimos dañados en algún momento, podemos vivir con ese rencor y transmitir con nuestras acciones, el mismo daño a los que nos rodean. Si al contrario, dañamos a otros, el remordimiento puede amedrentar nuestro valor para no volver a cometer aquellos errores. No obstante, si en vez de todo ello, nos dejamos rendir ante la gracia y poder del Señor, encontraremos el camino para aceptar nuestro pasado, mejorar el presente e iluminar con la esperanza de que su presencia nos acompaña, el futuro.
La transformación de la mano de Dios llegará siempre que asumamos el compromiso. Ese compromiso de aceptar el pasado pero pregonando con nuestras acciones y palabras que servimos de forma pura al Señor. Ese compromiso para invertir nuestros dones y tiempo en favor de los que están a nuestro alrededor. Ese compromiso de transformar nuestros errores en aciertos que hagan de la realidad nuestra y de los que nos rodean una realidad mejor.
En El Señor, podemos lograrlo.
Ora:
Señor, estoy preparado para aceptar tu llamado y transformar mi carácter en aquel que te honre y rinda gloria. Dame la fortaleza para enmendar los errores del pasado, asumiendo con convicción y fe el compromiso de caminar junto a ti, reflejando tu presencia en mi vida, a aquellos que me rodean. Amén.